En la actualidad la caza se presenta a la sociedad como una “herramienta de gestión y conservación del Medio Ambiente”, que se ve apoyada económica y públicamente por algunas administraciones. Los cazadores se declaran “parte de la naturaleza”, alegando ser los únicos que conocen su verdadera realidad, y por tanto los únicos capaces de gestionarla.
Pero la realidad es muy distinta: la actividad de la caza se ha convertido en una industria, con grandes beneficios económicos, con gran poder y grandes privilegios, un enorme lobby que antepone sus intereses y su “afición”, cada vez más incomprendida por una sociedad que evoluciona, ante todo lo demás.
La caza no tiene solo una incidencia directa sobre las especies que contempla, que son muchas, sino que además, es causa de una gran diversidad de consecuencias indirectas que afectan a otras especies y a sus hábitats: la caza mata a más de 25 millones de animales cada año en España; causa importantes desequilibrios en el ecosistema; es una importante fuente de contaminación; se retroalimenta a sí misma a través de granjas que crían especies que luego se sueltan para ser cazadas; limita enormemente los derechos del resto de la sociedad, y así un largo etcétera.
Casi una treintena de personas mueren cada año en España por el uso de armas de fuego en la caza.
De forma paralela hay que destacar que la sociedad ha experimentado un gran cambio, y por ello la caza provoca cada vez más rechazos; se mira con ojos más críticos, que la ven como una actividad primitiva que no tiene ya cabida en la sociedad del siglo XXI.
Como ya dijo William James, un psicólogo del siglo XIX: “Puesto que el afán sanguinario de los seres humanos es una parte primitiva de nosotros, resulta muy difícil erradicarlo, sobre todo cuando se promete como parte de la diversión una pelea o una cacería”.
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